Te alejas de la plaza mayor corriendo tras tu sombrero y el muy objeto inanimado huye como nunca antes lo había hecho. Te conduce por callejones en los que no te adentrarías ni por un billete de cincuenta, callejones que derivan a barriadas de gitanos corcovados que se van convirtiendo en prostitutas sexagenarias a medida que tus músculos fofos y desentrenados se aproximan a su faldón. Parece una de esas escenas que vienen insertadas de serie en toda cabeza humana, dirías, observando tu piel de reojo en medio del sprint, que incluso estás algo asepiado, como bañado en un revelador fotográfico de blanco y negro caducado, ligeramente subexpuesto. Una escena en la que un cámara bastante hábil te persigue a ti, al hombre que corre tras su sombrero. El sombrero vuela como aquellas falsas hojas de otoño que visionaste por error en un vídeo de muestra de Windows XP. El sombrero vuela a toda hostia ayudado de un viento tan desafortunado como poco frecuente en esa ciudad plasticosamente nostálgica. El viento huele. Es algo que acabas de notar y que por un momento ha estado a punto de dejarte paralizado. Huele a agua rancia, como si dispersos toques de saliva acompañaran al propio soplido del hábil cámara que te persigue. Finalmente, el sombrero queda clavado en un tornillo mal tapado de la esquina que une el callejón principal de cartón piedra con el Puente de los Meados. Agarras el sombrero entre jadeos y una mueca que viste hacer a Kirk Douglas en vete a recordar ahora qué película. El sombrero tiene una textura como de toalla usada. Te preparas maxilofacialmente para mirar hacia atrás, con la desagradable pero certera esperanza de que el cámara estará ahí con el índice en el disparador, esperando ser el primero que consiga la exclusiva. Y, entonces, mientras giras tu pesado cuerpo en slow motion, te preguntas para que querría un sombrero un hombre sin cabeza.