5 abr 2012

Llevaba él varios días pensando sobre el qué hace ser buenas o malas a las personas buenas y malas. No es que fuese él precisamente una persona de gustos tan excéntricos como para despertarse cada mañana con la cabeza repleta de ideas sobre el sentido de la vida -si se sinceraba, debía reconocer que llevaba toda su vida huyendo del pensar-, pero esos días transcurrieron tal cual los cuento. Y al final de esos días concluyó que, fuera lo que fuese ese algo -del que no tenía ni la menor prueba concluyente de que existiese- que hacía que las personas fueran consideradas malas por la mayor parte de la gente que conocía, lo llevaba como un filtro ante sus ojos no solo con una feliz ignorancia sino con un descaro muy mal disimulado. En definitiva, la única conclusión concluyente que sacó de todos esos días de desespero fue que él era una mala persona -fuérase esto lo que esto fuésera-. Y para que nos entendamos todos, aquí va una selección de la cadena casi interminable de pensamientos que por él pasaron:

Era él ese tipo de persona que no causa una buena primera impresión. Demasiado borde para las buenas maneras del resto, una persona malacostumbrada a dar la vuelta a las convenciones sociales o a ignorarlas sin piedad. Eso lo sabían todos -y todos conocemos a personas parecidas y no hace falta explicar nada más-. Pero era él también ese tipo de persona que causa una mala segunda impresión, es decir, cuando empezabas a conocerla -si es que te atrevías a semejante cosa- y esperabas que la cosa avanzase por su parte, lo único que por ella pasaba era un inmenso silencio. Una persona sin muchos remordimientos, más por descuido que por mala intención, que te atraía con un canto inaudible y luego te atrapaba en una conversación interminable. Resumiendo un poco, era una persona con el don de hacer sentir como enfermos mentales a gente perfectamente cuerda. Odiaba tener que abandonar un minuto de su vida por esperar a que alguien -que consideraba nimio- terminase de contarle la suya. Si por él hubiese sido, jamás habría tratado con mucha gente a la que llegó a tratar. Se trataba, pues, de un impostor, de un actor en plena improvisación interactuando con el resto, inconsciente del esfuerzo interno -en segundo plano, siempre- de la interpretación. Un actor pésimo, en muchas ocasiones. Cuántas veces llegó a considerar estúpidas a las personas que no sabían reconocer en él esa sonrisa tan forzada, esos delicados pero tajantes cierres de conversación, ¿es que no percibían nada o trataban vanamente de seguir improvisando con él? ¿Acaso no notaban que no había ningún tipo de química entre ellos, ninguna complicidad tan grande como para crear un microcosmos comunicativo que resultase genuino? Odiaba sentir la estupidez ajena, la despreciaba tanto como a la propia.

Ahora podemos entender un poco por qué esta persona parecía estar resignada al desencanto de su vida tras conocer y aceptar de inmediato la teoría de la malapersonalización, un cúmulo de conceptos erróneos y argumentos absurdos que hicieron que un día, después de muchos días -e incluso algunos días más- saliera de su repentino pero molesto egocentrismo para pensar que tal vez él no era la única malapersona en el universo. Ahora odiaba sentirse minúsculo, ínfimo, ridículo. Ahora empezaba a odiarse y sabía que a partir de ahí no habría vuelta atrás: se había convertido en ese tipo de personas que caen mal por tercera, cuarta y hasta quinta vez –si llegara a darse el caso de que alguien muy estúpido le diera tal oportunidad-.

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